15 problemas de tu infancia que recordarás con nostalgia

Que lloviera a la hora del patio.

Lo de antes sí que eran problemas y no lo de ahora. Aunque no lo creáis la vida de niño no era tan buena como pensábamos, tenía también sus graves problemas.

1. Que se nos quedara el balón en un balcón.

Estáis tus amigos y tú tan tranquilos jugando con la pelota cuando un mal golpe envía el balón al balcón de un vecino. El apocalipsis. El mundo se derrumba por completo, os miráis con cara de “no puede ser” y por tu mente pasan mil ideas diferentes, desde llamar al timbre hasta escalar por la pared cual Spiderman. Al final no llevas a cabo ninguna y te despides del balón con la certeza de que no lo volverás a ver jamás.

2. Que se fuera la luz sin haber guardado la partida.

Llevas por lo menos media hora recordándote que debes guardar la partida, que puede pasar cualquier cosa, que estás avanzando demasiado en el juego, que lo puedes echar todo a perder. Y de repente… pum! La pantalla se pone en negro y tú te diriges lentamente al interruptor para comprobar lo que ya sabes. El odio hacia ti mismo es eterno.

3. Que lloviera a la hora del patio.

Tú y la lluvia, esa relación de amor-odio. Nunca llueve lo suficiente como para no ir a clase pero sí como para no salir al recreo, ese corto espacio de tiempo tan querido por todos. Tienes fe, esperanza en que la lluvia cese pero no, sigue y sigue. Llega el momento, el profesor da la triste noticia: hoy nos quedamos en clase. El mundo se viene abajo. A ti te da igual mojarte pero nadie te entiende. Déjalo.

4. Estar enfermo y que no hubiera dibujos en la tele.

Después de haber hecho una actuación digna de Óscar y que tu madre se crea que estás enfermo, te acurrucas en el sofá, te echas la manta por encima, coges el mando decidido y empiezas a hacer zapping buscando cualquier serie de dibujos que haya. Nada. Vacío. Oscuridad. Te preguntas qué coño es esto y como respuesta solo encuentras consejos para mejorar la flora intestinal y señores que discuten acerca de un señor bajito con bigote. Tu sorpresa e indignación son máximas. ¿Qué harás ahora todo el día?

5. Que te robaran algo del estuche.

Buscas en tu estuche tu rotulador favorito, solo queda darle unos trazos de ese color para que el dibujo quede perfecto. Lo enseñarás orgulloso, serás Dios por un instante pero… ¡No! ¡No está! ¡Ha desaparecido! Miras por la clase, te levantas, preguntas… Y de repente, ¡allí está! Lo tiene ese malnacido. Ha sido rápido, ni siquiera te has dado cuenta. Te lo piensas, decírselo o no, no tienes pruebas, quizá no sea ese el tuyo, pero estás tan seguro… Finalmente agachas la cabeza y te sientas. Una batalla perdida. Aunque la guerra aún esté por jugar…

6. Que se gastaran las pilas de la gameboy.

Nunca estuvimos tan pendientes de un pilotito rojo. No has cambiado las pilas desde hace unos días y lo que antes era un rojo reluciente ahora se está convirtiendo en un color granate/marrón mierda que te sume en la máxima tensión. No hay más pilas en casa. Tú lo sabes, el juego lo sabe, la consola lo sabe. Y de pronto la pantalla se apaga. Frotas las pilas para que vuelva a la vida, lo consigue, un minuto de juego más… pero muere. Callas, lo asumes. Y lo peor es que tu madre aún tardará un par de días en ir al supermercado.

7. Que te besaran.

Sí, reconócelo. Ahora que te besen mola, si es en los labios mola más, si es en… bueno déjalo. El caso es que cuando tenías menos de 10 años, un rastro de babas recorriendo tu mejilla no era lo más molón del mundo, y menos si las babas procedían de esa tía/abuela que te dejaba marcado el pintalabios y una herida en el orgullo.

8. Que el bollicao no tuviera chocolate por los dos lados.

Llámese bollicao, pandorino o cualquier producto industrial que contuviera chocolate. Qué felices éramos. Abres el paquete, guardas el cromo o pegatina que iba en él y te dispones a saborear tu bendita comida. Con el primer bocado, el primero de los infiernos. Nunca aciertas la parte donde estaba el chocolate (el equivalente actual a no saber meter el USB), así que nunca empiezas con buen pie. El resto ya te lo comes con el mal sabor de boca de esa derrota.

9. Ver una cabaña mejor que la tuya.

Todos hemos tenido una cabaña. Horas de duro trabajo con maderas, palés y toldos que se recompensaban, sobretodo, cuando llovía y descubríais que no entraba ni una gota en vuestro hogar. Todos hemos tenido una cabaña, sí. Y todos hemos conocido a alguien que tenía una cabaña. Era entonces cuando te dabas cuenta de que solo tenías una choza comparada con el chalé que tenían los demás. Dos pisos, suelo de madera, terraza, doble refuerzo de plástico antilluvia… solo le faltaba la piscina y la encimera silestone. Todo tu trabajo se quedaba en nada.

10. Que todos llevaran mochila con ruedas menos tú.

Porque al principio solo es un niño, luego son tres, luego siete, y luego toda la clase. Toda la clase menos tú, claro. Porque tu madre no es de las que se rebajan a esa moda pasajera de la mochila con ruedas. “Te hace más daño la de ruedas que la que llevas tú, hazme caso”. Sí, y tú con 20 kg en la espalda mirándola con cara de nosequé mientras el resto del mundo sonríe feliz y camina derecho. Puta vida…

11. Que el profesor dijera cosas buenas de ti.

No parece un gran problema pero lo era, y lo sabes. Ese momento en que el profesor le dice a toda la clase que deberían tomarte como ejemplo, que deberían comportarse como tú de bien. Los demás te miran con cara de odio y tú sientes que el linchamiento al salir va a ser legendario. Efectivamente. Emboscada, te rodean y juegan contigo como si fueses una pelota de fútbol. Profesores del futuro: nunca comparéis a nadie con nadie, ni siquiera para bien.

12. Comprarte golosinas y cruzarte con un amigo.

"¿Me das algo?" Esa era la frase. Llámese golosinas, pipas o aunque fueran dos caramelos. De pequeño te enseñan a ser bueno, a compartir, pero en este caso lo único que te apetece es cambiarte de acera, esconderte o disimular cual ninja lo que tenías entre manos, y es que sabes que si te lo ven estás perdido, que no vuelves a probar bocado. Como si fuese una obligación o una ley no escrita. No dar algo significa quedar mal ante el resto de la humanidad por los siglos de los siglos. Probablemente alguien siga recordándote que aquel día no le diste algo.

13. Tener la bici en el taller.

La bici era ese vehículo que podía hacer que te cruzases el pueblo entero en menos de un minuto esquivando coches, señoras y cagadas de perro. Si tenías una eras alguien, si no te convertías en el pobre que tenía que ir andando a todas partes. Por eso cuando se te pinchaba una rueda se caía el mundo. Eso significaba tener la bici una semana en el taller e ir dependiendo de los demás, del “¿me llevas?” y no poder vivir las miles de aventuras que las dos ruedas deparaban. Malditos talleres y su espera.

14. Que te tocara corregir la pregunta que no tenías hecha.

¡Ay! Llegas a clase y descubres que la pregunta número 5 también había que hacerla. Y no, ya no te da tiempo, maldita sea. Empiezan a correr las gotas de sudor, el corazón se acelera, vais por orden de lista, empiezas a calcular si esa pregunta te puede tocar a ti, haces operaciones dignas de un matemático de Harvard y determinas que si falla alguien te tocará a ti. Deseas por todo lo del mundo que todos lleven los deberes hechos. Bien, va bien, va bien, va bien… bufff… no te toca, harás la pregunta seis, por hoy te libras… aunque… espérate… aún queda por ver si hoy toca revisión de cuadernos.

15. La varicela.

Ahora que tenemos una cierta edad sabemos que todo el mundo la acaba pasando pero en aquel entonces no éramos más que unos apestados de los que había que huir. Aparecen los primeros puntitos rojos y tus amigos te preguntan qué te pasa. Te miras al espejo y te entra un picor sucio de repente. No, no, no, no, no, yo no por favor, yo no… Pero sí, y corres y lloras porque quizá nunca más vuelvas a ver la luz del Sol.

[Colaboración: Javier Martínez]

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